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2018

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Las islas lejanas

por D. Francisco Ruiz Aldereguía

 

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D. Francisco Ruiz Aldereguía (click)

 

La presencia de España en el Océano Pacífico durante cuatro siglos, tres de ellos de manera exclusiva, hizo que este vasto mar fuera conocido como el Lago Español.

Conozcamos la fascinante historia del encuentro con los pueblos de Oceanía y la verdad de lo que en esas remotas tierras aconteció.

Muchos de estos episodios reales han quedado olvidados en archivos históricos de medio mundo, o han sido tergiversados de forma tendenciosa por los anglosajones. En Las islas Lejanas, el autor, diplomado en

Geografía e Historia, Marino de guerra, emprendedor, pero sobre todo gran escritor, recupera tras un exhaustivo y riguroso trabajo de investigación, a uno de esos hidalgos aventureros, empeñado en consolidar el imperio de España. En su narrativa novelada nos muestra con habilidad y precisión el sentir de esos personajes que, con sus temores, esperanzas e ilusiones, resultaron ser irrepetibles.

 

El protagonista Joseph Quiroga fue en la vida real uno de esos hombres irrepetibles, que con un profundo sentido de servicio a la Corona y a la causa de Dios, salió desde su Galicia natal para acabar sus día en las islas Marianas en la actual Micronesia.

 

A pesar de haber dejado su vida en el empeño, es recordado injustamente como un oficial cruel y exterminador de nativos. Una absurda leyenda negra, llena de prejuicios hacia la grandeza el honor y la fe de aquellos españoles que nos precedieron. La verdadera historia descubre unos hechos muy distintos a los hasta ahora aceptados, y que podremos descubrir a lo largo de este apasionante trabajo.

 

 

 

Introito de Las islas Lejanas

 

Los cosmógrafos lo llamaron “el error fecundo de Colón”, esa fue la clave de todo. Cristóbal Colón, que no era un navegante sino un cartógrafo, estudió el mapa de Toscanelli, calculó qué distancia había para llegar a las Indias, sopesó el riesgo y consiguió financiación para su idea. Él, que era un “don nadie”, hijo de un colchonero genovés, se lanzó al océano con una nao, dos carabelas, noventa hombres y cartas de presentación de sus reyes para los emperadores de Cathay y Cypango. Fue el primero en la historia que se atrevió a navegar hacia el Oeste consciente de que perdería de vista la costa durante muchos días. Tardó más de lo previsto en recorrer la distancia estimada hasta las supuestas Indias.

 

Hizo algunas trampas, o quizás fuesen equivocaciones, en su derrota por el Atlántico, pero supo volver para contarle a su inestimable mecenas, la reina Isabel de Castilla, que había descubierto nuevas tierras tal como él le había anticipado. Este saber retornar convierte a Colón en el gran descubridor, y también en el gran meteorólogo que aprovechó los vientos alisios para ir al Nuevo Mundo y supo hacer el tornaviaje al Viejo Mundo con las corrientes del Golfo y los vientos del Oeste, abriendo una página gloriosa en la historia del hombre.

 

 

 

 

La suerte de Colón

 

¿Sabía cómo volver, o quizás Cristoforo Colombo, el portador de Cristo, encontró por casualidad los vientos propicios para su misión sagrada? ¿Se consideraba a sí mismo como el hombre elegido por Dios para hacer tal descubrimiento? Con este sentimiento partió del puerto de Palos el tres de agosto de 1.492.

 

Lo que nunca supo Colón tras aquellos viajes que hizo a la nueva Tierra Firme que descubrió, es que aquello no eran las Indias que él había salido a buscar. Tal era su desconcierto en aquel “Mundus Novus”, donde situó el Paraíso Terrenal, elaborando sus especulaciones místicas ante lo que le superaba. Imaginó teorías que calmaban la sed de conocimiento de este hombre renacentista, a caballo entre el mito, la ciencia, la razón y la fe.

 

En verdad Cristóbal Colón fue un descubridor con mucha suerte. Si no llega a encontrarse con el continente americano a los treinta y seis días de salir de Canarias, con toda seguridad, hubiera fracasado y muerto. Porque realmente para llegar al país de la China le quedaba por atravesar un enorme Océano que ocupa la tercera parte de la tierra. Su fecundo error abrió al rey de España la posesión de un enorme territorio y una cantidad ingente de súbditos en las Indias Occidentales.

 

 

 

 

El mar del Sur

 

América cortaba el paso a la India verdadera, numerosas expediciones trataron de descubrir el paso al otro mar que llevara a las Indias Orientales. Confirmó la existencia de ese océano el extremeño Vasco Núñez de Balboa, que atravesó la costa del golfo del Darién y vio que hacia el sur se extendía una inmensa porción de agua. Se metió hasta la cintura en ese mar e hizo un gesto que tuvo consecuencias muy importantes para el curso de la Historia en los siglos siguientes. Desenvainó su espada y, con un crucifijo en la otra mano, gritó: En el nombre de Dios y del rey de España tomo posesión de este océano. Los cronistas que iban en su expedición dieron fe de ello y lo llamaron Mar del Sur. Era el veinticinco de septiembre de 1.513.

 

En ese tiempo, casi simultáneamente, otros peninsulares ibéricos, los portugueses, estaban llegando al otro extremo de ese enorme mar. Habían rodeado África para alcanzar las islas de las especias y comerciar con Oriente. Vasco de Gama llegó a Calicut, en la India, en mayo de 1498. Lisboa se convirtió en la principal abastecedora de especias de Europa, el gran negocio.

 

 

 

 

La enorme aventura de Magallanes

 

A un tal Hernando de Magallanes, capitán portugués que ha estado por aquellas tierras de Asia, ese camino hasta Oriente dando la vuelta por el cabo de Buena Esperanza y atravesando el Océano Índico le parece largo, siete meses si todo va bien. Así que vuelve a la península y se propone organizar una expedición hasta el Maluco, sorteando la barrera de tierra que es América.

 

Se lo propone al rey Carlos I de España, porque así había quedado acordado tras el Tratado de Tordesillas y en conformidad con las bulas del papa Alejandro VI, que dicen: "Los baxeles del rey de Portugal navegasen hacia Levante y los del rey de España lo hiciesen hacia Poniente…" Además, había que darse prisa, porque ante la imposibilidad técnica de definir el antimeridiano de la línea fijada en Tordesillas se había quedado en la ambigüedad de "…en el otro extremo de Oriente, las tierras descubiertas serán posesión del primero que llegase, siempre que no hubieran sido poseídas por el otro".

 

Bajo estas premisas Hernando de Magallanes sale de Sevilla el día veinte de septiembre del año 1.519, con cinco naos y doscientos cuarenta y tres hombres en busca de la ruta hacia las indias orientales por el oeste. Era uno de esos avezados capitanes y marinos, con una voluntad e intuición extraordinaria. Como portugués, era sospechoso a los ojos de los españoles; que le hubieran dado el mando de la expedición suscitó la envidia de muchos. Por tal razón tuvo motines, deserciones y toda clase de calamidades. Las venció todas con astucia, inteligencia y valor. Incluso venció uno de los pasos marítimos más difíciles de cruzar de todo el mundo, que en su memoria hoy lo identificamos con su nombre, el Estrecho de Magallanes.

 

 

 

 

El enorme Océano Pacífico

 

Con las tres naos que le quedaron, arrumbó para ir al noroeste, donde estimaba estarían sus preciadas Islas de las Especias. Aquel mar resultó más grande de lo esperado. Lo pasaron muy mal, la gente moría y el italiano Antonio Pigafetta, un simple soldado meritorio de la expedición, escribió en su diario: "Algunos hubieron de contentarse con comer serrín, otros comíamos los cueros de las velas puestos a remojo, y el precio de una rata a muchos ducados se pagaba".

 

En estas circunstancias tardó tres meses y diez días en avistar unas islas. En la más grande de ellas decidió echar los ferros para descansar, hacer aguada, leña y víveres frescos. Al acercarse a la costa se aproximaron cientos de embarcaciones, praos con velas triangulares hechas de tejidos de palma, gobernadas por indios desnudos que los recibían muy contentos. Era el cinco de marzo de 1.521, el día del encuentro de los pueblos europeos con los pueblos de la Oceanía.

 

 

 

 

Guam; Las islas lejanas

 

Los nativos dijeron que aquella tierra se llamaba Guaham y que más al norte estaban las de Gani. Pero Magallanes las bautizó como las Islas de las Velas Latinas. Hermoso nombre para un lugar paradisíaco, donde los naturales no mostraron ningún miedo ante estos famélicos y enfermos barbudos, antes bien, estaban deseosos de comerciar e intercambiar sus frutos tropicales por trozos de hierro y clavos, que parecían conocer y que deseaban de manera especial por carecer de ellos. Tuvo que mantenerlos a raya, invadían el barco en cuanto los depauperados tripulantes se despistaban.

 

 

Magallanes en seguida percibió que aquellas preciosas islas no era lo que él buscaba: El Maluco o Las Islas de las Especias. Así que recuperada su gente y cargado el barco de refrescos, decidió seguir su viaje pocos días después. Antes de partir algunos nativos robaron el esquife acoderado por la popa de la capitana. Esta embarcación le resultaba imprescindible para su cometido de explorar, maniobrar, barquear agua o víveres, así que indignado saltó a tierra con varios hombres, encontró el bote, tuvo un enfrentamiento con los ladrones, incendió la aldea y mató a siete de ellos. Tras este penoso encuentro abandonaron las islas. También descubrieron que los nativos isleños no eran trigo limpio, pues en las cestas con frutos, intercambiados por cuentas, cascabeles y clavos, estaban rellenas tramposamente con piedras y arena. A los exploradores no les pareció bien aquello, por eso a estas islas desde ahora se las iban a conocer como las Islas de los Ladrones.

 

 

 

 

El encuentro con las Filipinas

 

Magallanes siguió al oeste hasta encontrar otras ínsulas dos semanas después. Su esclavo Enrique, un malayo al que llevaba de intérprete, le avisó de lo que él ya había percibido: estamos en las indias Orientales. Se trataba de un archipiélago de grandes y pequeñas islas. Como era costumbre las bautizaron con el nombre de Islas de San Lázaro, por el santo del día, o el archipiélago de Poniente y las tomaron como posesión del rey de España. Estas fantásticas islas —las actuales Filipinas— contaban con una organización social, en unas había indios desnudos y en otras reyes y reyezuelos vestidos de sedas con turbantes en la cabeza, muchos de ellos mahometanos, y mantenían un intenso comercio con otros reyes lejanos de India, China, Siam, Borneo y Japón. Desde hacía poco habían oído hablar por la zona de unos hombres blancos llegados de muy lejos, hombres bravos pero muy peligrosos, llamados portugueses.

 

Estos castellanos trabaron alianzas, bautizaron a algún régulo de aquellos y lo tomaron como súbdito del rey de España. Ahora solo había que buscar las cercanas islas de las especias, las famosas Tindore y Ternate, comprar pimienta, clavo, canela o lo que hubiera, y regresar con la buena noticia de haber llegado a Oriente por el oeste. En una de aquellas islas, Magallanes, por algunas traiciones y llevado por su fuerte genio y un exceso de confianza, habría de encontrar la muerte en un enfrentamiento contra los naturales. Los expedicionarios tuvieron que nombrar varios jefes sucesivos, sufrir una dolosa matanza y salir de las islas de San Lázaro. La flota quedó mermada a dos naos: la Trinidad y la Victoria. Con sus buenas gestiones lograron especias y la amistad del rajá de la islita de Tindore, llamado Almanzor, indudablemente un nombre que les sonaba mucho a los castellanos de la expedición, el cual, después de jurar fidelidad al emperador Carlos, les dejó hacer un pequeño fuerte y un almacén para guardar las especias que fueran adquiriendo. Cumplida la misión había que retornar, y dejaron en Tindore cinco hombres para mantener la bandera del rey de Castilla en aquellas tierras.

 

 

 

 

La primera vuelta al mundo por Juan Sebastián Elcano

 

El jefe de la expedición en ese momento era Gonzalo Gómez de Espinosa al mando de la carcomida Trinidad, un maestre llamado Juan Sebastián Elcano comandaba la nao Victoria. Condicionados por las circunstancias, se tomó la decisión: la Trinidad volvería sobre su estela, es decir navegaría hacia el este para llegar a las costas de las Indias Occidentales. Lo intentó con tesón varias veces, pero aquel inmenso mar al que Magallanes le había llamado el Pacífico lo devolvió a su punto de partida con solo diecisiete hombres enfermos. No se dejaba atravesar en sentido del Levante. En Tindore los portugueses, que habían tomado la isla y el pequeño fuerte, los hicieron prisioneros; cinco años más tarde devolvieron a Lisboa a tres supervivientes, después de pasar muchas penalidades encarcelados. Gómez de Espinosa escribió: "Fui injuriado peor que si en las mazmorras de los moros de Oran estuviera". Su esfuerzo sirvió para saber más de aquel mar y de los innumerables grupos de islas pequeñas que había por la zona. Pero todos los documentos, mapas y diarios se los quedaron los portugueses.

 

Por su parte, Elcano partió de Tindore con la nao Victoria y sesenta hombres. Le tocó seguir la ruta reservada a los portugueses doblando la punta de África, pasó muchas desventuras por el hambre, los temporales y los lusos, pero al fin pudo llegar con dieciocho hombres a Sanlúcar de Barrameda el seis de septiembre de 1.522. Eran los primeros hombres en dar la vuelta al mundo. “Primus circundendistime”, el primero que me rodeaste, rezaría desde entonces en el escudo de Juan Sebastián de Elcano.

 

El Pacífico se había tragado en esta primera expedición más de doscientos hombres y cuatro barcos. Sin contar el inestimable precio de la vida humana, el resultado económico de estos tres años de expedición tuvo un saldo muy positivo tras la venta de especias que había logrado traer la Victoria, así que el emperador Carlos organizó otra expedición que siguiera los pasos de Magallanes para que auxiliase a los que allí quedaron, trajera especias y, sobre todo, consolidase la presencia de la corona española en las islas de Oriente.

 

 

 

 

La expedición de Fray García Jofre de Loaysa

 

Salen de La Coruña, en junio de 1.525, siete barcos y cuatrocientos cincuenta hombres bajo el mando de un comendador de la orden de caballeros de San Juan de Jerusalén, Fray García Jofre de Loaysa. De segundo jefe y piloto mayor va Juan Sebastián Elcano. El Pacífico devora a la expedición, incluidos los dos jefes, de tal manera que a las Molucas sólo llegará una nao, Nuestra Señora de la Victoria. Han hecho una derrota parecida a la de Magallanes, incluso han recogido a un desertor de la Trinidad tras haber recalado en la isla de Guaham, en las Ladrones. Este marinero, Gonzalo de Vigo, dará noticias de las islas: nombres, situación, costumbres y detalles de la lengua de sus naturales. En Tindore restablecen la alianza y se asientan de nuevo preparándose para defenderse de los portugueses, el regreso es imposible dado el estado de la nao.

 

Como a España no llegan noticias, o las que llegan son malas a través de los portugueses, el emperador Carlos ordena a Hernán Cortés, que acaba de terminar su conquista del imperio de los aztecas y lo ha puesto a los pies de su rey con el nombre de Nueva España, que organice una expedición desde las costas del Pacífico y que traiga noticias de lo que está pasando por Oriente. Se ha visto que el Estrecho de Magallanes es un embudo triturador, atravesar el Pacífico de punta a punta un matahombres inaceptable en la pérdida de vidas.

 

 

 

 

Papúa y Nueva Guinea

 

Meses después sale la primera expedición americana con barcos construidos por Cortés, precisamente el hombre que quemó los suyos para conquistar el imperio Azteca. Al mando de la flota de tres buques va Álvaro de Saavedra. Sólo llega un barco: la nao Florida, pero es una inyección de moral a los resistentes de la expedición de Loaysa que soportan el acoso de los portugueses dispuestos a echar a los castellanos de su bastión de Oriente. Saavedra con la Florida trata de volver a Nueva España pero fracasa en las dos intentonas, después de haber descubierto nuevos grupos de islas por el Sur. Otra segunda expedición de apoyo desde Nueva España, la de Hernando de Grijalva, nunca llegó a la Especiería, fracasa entre motines y capturados por los papúes de Nueva Guinea, los tres sobrevivientes tienen el limitado honor de ser los primeros europeos que ponen el pie en esa isla. Los de Tindore aguantan apoyados por los nativos hasta que llega la noticia de la metrópoli: el emperador Carlos ha renunciado a sus derechos sobre el Maluco a favor de Portugal a cambio de un dinero que necesita para sus guerras con Francia.

 

Pero el bocado de Oriente es gordo y España no está dispuesta a renunciar, tras unos años de espera se decide otra expedición. Esta vez al mando Ruy López de Villalobos, con seis buques. La jornada fracasó en las Islas de Poniente por la presión de los portugueses y de los nativos. Bautizó aquellas islas con el nombre de Filipinas en honor de su rey. Cuando intentan regresar a Nueva España los vientos contrarios se lo impiden. El Pacífico no se deja atravesar hacia el Este. Los restos de la expedición acaban en las Molucas, siendo hechos prisioneros por los hermanos portugueses. Villalobos muere en la cárcel de la isla de Amboina. Lo atiende en su enfermedad un jesuita navarro que está de misionero por las Indias bajo la protección del rey de Portugal en espera de poder entrar en Japón o en la China, ese sacerdote se llamaba Francisco de Javier.

 

 

 

 

Legazpi toma posesión de Guam

 

Se organiza otra expedición, esta vez es elegido un jefe mucho más capaz: Miguel López de Legazpi. Las instrucciones de esta nueva entrada al Pacífico son tomar posesión de una tierra, fundar una colonia estable y encontrar una ruta de regreso. Para esto último hay una persona indicada: un fraile agustino llamado Andrés de Urdaneta, antiguo miembro de la triste expedición de Loaysa, cuarenta años atrás. Este viejo marinero cuenta entre sus experiencias haber estado casi once años en las islas del Maluco y de Poniente, defendiendo el bastión español. El nuevo monarca, Felipe II, el rey prudente, le escribe personalmente: "Os pido acudáis a la expedición del virrey Velasco para descubrir las islas de Poniente y las de Maluco, porque entendéis de la cosas de aquellas tierras como entendéis bien de la navegación como buen cosmógrafo que sois…"

 

La expedición llega a la isla de Guaham, en el archipiélago de las Ladrones, con sus cinco barcos y trescientos cincuenta hombres incluidos los colonos. Legazpi hace algo que sus antecesores olvidaron hacer: en la bahía de Umatag, al Sur de la isla, toma formalmente posesión de ellas en nombre del rey de España. Era el día veintidós de enero de 1.565, han pasado cuarenta y cuatro años desde que llegara la expedición de Magallanes. Dos semanas más tarde sigue de largo su viaje, aquellas islas son de poco interés, excepto por el agua y las provisiones frescas que pueden proporcionar a los navíos procedentes de Nueva España en su ruta hacia el oeste.

 

 

 

 

Filipinas; Nueva Castilla

 

En las islas de San Lázaro o de Poniente hace otro tanto a medida que va tomando posesión de Samar, Leyte, Bohol, Cebú y otras. En unas domina a los reyezuelos locales, en otras hace alianza con ellos, hasta que funda la primera ciudad española en el Extremo Oriente, la Villa de San Miguel de Cebú, donde asienta la capital del nuevo territorio, la Nueva Castilla. Vence y domina las rebeliones de nativos, el acoso de los portugueses que pretenden echarlo, rechaza los ataques de verdaderas flotas de piratas chinos y japoneses, apaga los motines de algunos caballeros que lo acompañan a los que juzga y ahorca. Un día le hablan de un rico enclave comercial llamado Maynilad en manos de rajás mahometanos en la gran isla de Luzón, con una bahía estratégicamente situada para el comercio con el continente y el resto de las islas. Sin dudarlo se dirige a tomarlo por la fuerza. Hechas las paces con los jefes locales funda la doble ciudad de Manila: la intramuros, una ciudadela al estilo castellano, donde vivirán los españoles, y la extramuros, donde se asienta la población indígena y la numerosísima colonia de chinos comerciantes: los sangleses.

 

 

 

 

El fraile Urdaneta descubre la manera de regresar

 

Pero hay otro acontecimiento importante en esta expedición; la clave para establecer la ruta comercial que conecte la Nueva España con Oriente. Legazpi, el Adelantado, gobernador y capitán general de las islas Filipinas, envía a su nieto Felipe Salcedo con noticias de la conquista. De piloto en la nao San Pedro va Urdaneta. Es hombre de espíritu investigador, en sus años de guerra contra los portugueses por las islas de la especiería ha observado el régimen de vientos y corrientes de la zona y tiene conocimientos de los anteriores tornaviajes fracasados. Parten el uno de junio aprovechando el monzón de verano, con sus vientos de componente oeste y sur; navega hacia el noroeste abriéndose de las Islas del Japón, empujado por las corrientes de Kuro-Shivo; en las latitudes de cuarenta grados aproa al este para aprovechar los vientos de poniente; arribando a la costa americana. Cuando aprecia las llamadas “marcas”, que por el color del agua y otros detalles le indican que la costa no queda ya lejos, deriva al sudeste con la corriente de California, para alcanzar el puerto de Acapulco en la Nueva España. Ha tardado cuatro meses y ocho días en ese periplo, pero ha quedado abierto el tornaviaje, desde ahora es posible cruzar el Pacífico. Poco después comienza la ruta marítima más larga de la historia y que duró más tiempo en servicio, doscientos cincuenta años: el Galeón de Manila, también llamado Galeón de Acapulco o Nao de la China, estaría en servicio ininterrumpido hasta la independencia de México, en 1812.

 

Abierto el tráfico de un extremo al otro del Pacífico, las islas Filipinas pasaron a depender del virrey de Nueva España, con un gobernador y capitán general, y con audiencia territorial de justicia. En el nuevo territorio pronto se erigió una catedral con obispo al frente, dispuso de la primera universidad de Oriente y las órdenes religiosas se instalaron con sus conventos, seminarios y hospitales; les fueron asignadas parroquias y zonas de misión para extender la fe católica en aquel lejano territorio. Manila se convirtió en una gran ciudad occidental en Oriente, un emporio comercial donde chinos, japoneses e indochinos acudían con sus mercancías a comerciar. Y sobre todo se erigió en la punta de lanza del catolicismo para evangelizar Asia.

 

 

 

 

El galeón de Manila

 

El galeón de Manila se convirtió en el nexo de unión con la metrópoli. Hacia un viaje por año, saliendo de Acapulco hacia mediados de marzo cargado con pesos de a ocho reales, la moneda hecha con la plata de las minas de Perú y México, y la apreciada cochinilla para los tintes. Además trasportaba numeroso pasaje de soldados, funcionarios, clérigos y frailes. Debía llegar a Filipinas a finales de junio, antes que empezara el peligro de los tifones o apareciera el monzón de verano. El viaje se hacía tomando los barcos la latitud de 14º Norte, una derrota libre de bajíos y atolones, que hacen tan peligrosa la navegación por esos mares, sobre todo cuando la capacidad de situarse era tan deficiente como lo era en aquellos tiempos. Un viaje tranquilo, un "Golfo de Damas", según decían los pasajeros, empujado por los constantes alisios de Noroeste. Al cabo de tres meses avistaban la primera isla de los Ladrones, la isla de Rota, y horas después la de Guaham; se entraba por el paso de nueve leguas que hay entrambas.

 

Los barcos no paraban, se limitaban a pairear velas, es decir, disminuir la velocidad o ponerse al socaire de Guaham, donde los indios acudían con sus pequeñas embarcaciones llamadas praos, trayendo frutas, pescados, raíces y agua para cambiarlos por abalorios, cuchillos, objetos de hierro o incluso sombreros y prendas de vestir que les llamasen la atención. Eran confiados en exceso, osados, fuertes y anchos, les gustaba hacer bromas, magníficos nadadores y muy hábiles manejando sus praos con vela latina, que causaban la admiración del pasaje y marineros. Luego de efectuado este intercambio, el galeón cazaba el aparejo, y siguiendo con los alisios se plantaba en el estrecho de San Bernardino, en las Filipinas, en menos de quince días. Barloventear entre las islas, barajando la costa Sur de Luzón entre las Visayas para llegar a Manila dependía de varios factores, ese tránsito podía durar hasta un mes. En total cuatro meses de viaje siguiendo una derrota tranquila por latitudes tropicales, casi la misma que exploró Magallanes.

 

 

 

 

La costa Oeste de Norte América

 

El tornaviaje era tal como lo fijó el fraile Urdaneta. En ese viaje, además de ser más largo, a veces hasta siete meses, pocos escaparon de coger fuertes temporales en las latitudes altas, donde además los fríos eran intensos. La última parte, al bajar por las costas de California, se hacía muy penosa por las enfermedades, el escorbuto, la carestía de alimentos y su deterioro al aumentar las temperaturas. En algún momento voces sensatas pidieron que se hiciese una recalada en alguno de las magníficas bahías que hay en esa costa —donde se fundaran más tarde las prósperas ciudades de San Francisco, Los Ángeles y otras—, pero los intereses en Acapulco eran muy grandes.

 

El temor al aumento del contrabando y los chanchullos con las mercancías o su desvío a otros puntos no hicieron posible tal proyecto, que hubiera evitado muchas muertes: las tres cuartas partes de los fallecidos en cada viaje solían producirse en ese último mes y medio barajando esa costa. En este tornaviaje el galeón volvía con los funcionarios relevados y sus familias, junto con algunos clérigos que regresaban para dar informes a sus superiores o por ser elevados a mayores cargos en su orden. Sobre todo llegaban los exóticos productos de Oriente: la seda, los tafetanes y rasos, los objetos de laca, biombos, las cerámicas chinas, tallas de marfil, las especias. La mercancía era cuidadosamente estibada en las bodegas, los chinos de Manila, los sangleses, se convirtieron en unos expertos en el arte de empaquetar. Los galeones de esa ruta eran los barcos más grandes construidos hasta el momento, pero siempre retornaban sobrecargados en peso. No solían llevar artillería y la guarnición de soldados era mínima, ¿pues quién iba a atacar si aquel océano era el Lago Español?

 

 

 

 

Francis Drake; El hereje

 

El primero que rompió el interdicto de penetrar en aquel mar prohibido no podía tratarse de otro que de un hereje al que no le importaban las condenas papales de excomunión por entrar en aquellos espacios reservados por bula al rey de España. Fue Francis Drake quien hizo la primera incursión pirática: entró en los puertos que quiso, robó impunemente y hasta celebró fiestas en las iglesias que asaltó. La confianza y superioridad de los españoles en aquella parte del mundo era tan notoria que no estaban ni previstas las defensas. A partir de este hecho se empezó a pensar que podía haber muchos agujeros por donde colarse los intrusos y hacer las que hizo sir Francis. Pero realmente los husmeadores lo tenían difícil: un enorme mar desconocido, sin cartografía, sin apoyo en costas o islas. Había que ser valiente para hacer lo que Drake hizo. Pero el resultado no le fue mal, con el dinero que sacó de su año y pico de correrías por el Pacífico, fundó la Compañía Inglesa de las Indias, germen del imperio comercial y político de la Gran Bretaña. Más adelante entraron otros piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses. Entonces se dieron las alarmas, se armaron los barcos, incluso a algunos hubo que abrirles las portas para la artillería, pues normalmente no llevaban. En doscientos cincuenta años de la ruta del Galeón de Manila solo hay constancia de dos ataques con pérdida de buques.

 

Otra cosa fueron los naufragios, especialmente en el tornaviaje, pues los galeones habían de salir de Manila en época de tifones, y aunque se alejaban de la zona tropical donde se dan estos fenómenos atmosféricos, si algún buque tenía la mala suerte de ser sorprendido era difícil salvarse. Varios galeones acabaron perdidos en las costas japonesas, siendo especialmente reseñable la pérdida del galeón San Felipe y el asalto posterior ordenado por el Daimyo local, y los incidentes que siguieron, lo que motivó la crucifixión de los veintiséis mártires de Nagasaki el cinco de febrero de 1597, entre ellos seis franciscanos españoles. Este hecho agravó el enfrentamiento entre las órdenes religiosas. Las cosas estaban así de tensas por aquellos pagos, y junto a los gestos más nobles de martirio y vocación evangélica se dieron graves escándalos. Hechos que a Roma o a los superiores les costaba entender y apaciguar. Las susceptibilidades estaban a flor de piel, incluidas fuertes pugnas con autoridades civiles y militares.

 

 

 

 

La posta de Filipinas

 

Costaba entender qué pasaba por Filipinas, porque una comunicación con Madrid tardaba una media de dos años como mínimo. Una carta debía atravesar el Pacífico desde Manila a Acapulco, en Nueva España, de aquí pasaba a lomo de mula vía Ciudad de Méjico hasta el puerto de Veracruz, en el Golfo de Méjico, esperar la partida de la Flota de Indias, que paraba en Cuba antes de atravesar el Atlántico, arribaba en Sevilla y de ahí a Madrid. La contestación hacía el camino inverso.

 

Las islas de los Ladrones, situadas en la ruta de ida del galeón, no fueron colonizadas hasta casi siglo y medio después de ser descubiertas. La razón: no interesaba mantenerlas por el coste que ello representaba, requería proveerlas de todo, incluida la alimentación. La población nativa tenía un régimen de vida de subsistencia basado en la pesca y marisqueo, la recolección de frutos y raíces, con un mínimo de siembra de arroz u otro grano y algunas gallinas y cerdos semisalvajes, suficiente para haber mantenido durante siglos un nivel demográfico sostenible. La presencia de población extraña —los colonizadores occidentales— causaba un desequilibrio peligroso en la relación población y alimentos, los naturales no están acostumbrados al trabajo ni a obtener excedentes. Las islas carecían de cualquier interés económico, ni oro ni plata ni otro mineral útil. Así que la recomendación del gobernador de Filipinas siempre fue no ocuparlas por la carga que ello representaría para la propia colonia filipina, ya de por sí escasa de europeos.

 

 

 

 

España despoblada

 

Pero ese era un problema común de toda la colonización en América. España era un país con una población muy menguada: en el siglo XVII podemos hablar de doce millones de personas como máximo. América, Oceanía y Filipinas es muy grande: fundar pueblos y ciudades, administrarlas, protegerlas y establecer las comunicaciones requiere un gran esfuerzo humano. Cuando Cortés hubo conquistado el Imperio Mexica y Pizarro el Tahuantinsuyo, empezaron sus émulos a expandirse por el resto de América del Norte, del Sur y Central: la cosa no daba para más. Entonces aparecen las Filipinas, algo goloso por la posibilidad del comercio de especias y de Oriente. Con la Oceanía, y la posibilidad de miles de islas por ocupar, se disparan los deseos de habitar ínsulas doradas, y aparece el sueño de otra gran tierra por descubrir: el continente austral.

 

Los virreyes son presionados por los aventureros y los exploradores a organizar expediciones para descubrir nuevas tierras y nuevas rutas marítimas. El problema inminente del virrey era cómo ocupar, explotar y mantener las tierras que ya tenía conquistadas. Pero el ansia de descubrir El Dorado, las islas Rica de Oro y Rica de Plata, la ciudad de Cibola, y tantos otros sueños no cesan, pese a los rotundos fracasos en los que han terminado algunas de estas expediciones colonizadoras. Nombres como Álvaro de Mendaña y su mujer, doña Isabel Barreto, o Pedro Fernández de Quirós son ejemplos de estos intentos fallidos. Los virreyes y gobernadores eran cautos con estos proyectos, se ha dicho que autorizaban las entradas o jornadas, que así llamaban a las salidas de descubrimiento y conquista, cuando el número de aventureros ociosos, perdonavidas arruinados, matones en las tabernas y soldados sin oficio excedía lo controlable para el buen orden de un territorio. Entonces les daba vía libre en busca de fortuna y gloria, y allá ellos si se peleaban y mataban lejos en una isla perdida o en lo más profundo de la selva. Así aparecían los Aguirre y el Amazonas, las exploraciones equinocciales y la cólera de Dios.

 

 

 

 

Escala en las islas de Guahm

 

Las islas de los Ladrones o de las Velas Latinas no eran ajenas a esta política de ocupación y poblamiento. Pero la cuestión que origina nuestra historia es que estas islas eran demasiado visibles para todos los que iban camino de Filipinas desde Nueva España. Cuando el galeón se detenía por unas horas para hacer los cambalaches de víveres frescos, acudían los naturales desnudos por completo. Su estado salvaje impresionaba a los pasajeros, especialmente a los religiosos que se escandalizaban de ver aquella gente sin que nadie les atendiera, ni les llevara la verdadera fe y el bautismo para salvar sus almas irremediablemente condenadas a la perdición. Ellos que iban a misiones en Filipinas y Asia veían una cantera de fieles futuros, listos para arrancarlos de las manos del demonio, que los tenía sumidos en la ignorancia y la más profunda oscuridad.

 

Hubo casos de almas sensibles, como el franciscano Fray Juan Pobre de Zamora, que destinado a la misión de Filipinas, saltó del galeón a la canoa de un nativo y se quedó a vivir en la isla hasta que el galeón del año siguiente lo rescató. Este fraile, que acabaría cruzando el Pacífico tres veces, fue escribiendo durante todos esos años un cuaderno con la crónica de los sucesos. Él escribe la primera historia vivida en directo de los nativos de Guaham y lo que allí pudo ver durante su permanencia. Observó con sus ojos de “buenismo” franciscano cómo era un pueblo valiente, de almas sencillas y de bondad natural. Con sus tradiciones ancestrales vivían en un estado cercano al paraíso: individuos sanos y hermosos, con pocas enfermedades, a los que la naturaleza les ofrecía lo suficiente para vivir de la tierra y del mar; eran generosos, nada avaros y sin los vicios de los cristianos europeos.

 

 

 

 

Evangelización española

 

Estos religiosos tenían una visión angélica de los indios nativos, pensaban que el hombre es de naturaleza bueno y es la sociedad quien lo pervierte. Eran unos adelantados al pensamiento de su época, misioneros idealistas imbuidos en su concepción del “buen salvaje”, de tal manera que para justificar los crímenes y actos de crueldad de los indios, lo achacaban a su naturaleza sencilla, que no distingue el bien del mal como tampoco un león lo diferencia. En el fondo de todo ese pensamiento estaba el sustrato del racismo eurocéntrico: los hombres blancos civilizados, aunque cometían crímenes horribles, eran poseedores de un alma superior, pero había otros cuya alma había que salvar, por tanto era fundamental que previamente fuesen bautizados para acceder a ese estatus de verdadero hijos de Dios y entrar en la categoría de seres civilizados. Por eso se podía tener esclavos de otro color, las dudas empezaron cuando a alguno de aquellos morenos o amarillos fueron catequizados y sumergidos en las aguas de la pila bautismal y entonces pasaban a ser hermanos en la fe.

 

Ese fue el caso en las islas de los Ladrones. Fray Juan Pobre convivió y describió cómo vivía un pueblo que hoy nosotros llamaríamos, según la denominación de Oswald  Spengler, “pueblo fellah”, pueblo al margen de la historia. Los españoles los encuentran viviendo en la edad de piedra ocupando quince islas, donde podrían haber permanecido en ese estado varios siglos más. En sus creencias pensaban que eran los únicos hombres que había en el mundo, y en cierta forma tenían razón: la tierra más cercana, Filipinas, está a dos mil kilómetros, una distancia insalvable para ellos. Pero el caso es que sus antepasados habían llegado hasta allí, con semillas, gallinas y cerdos, y llevaban viviendo en ese estado desde hacía unos 3.500 años. Sus raíces étnicas se pierden como en todas las demás islas de la Oceanía: pueblos del sudeste asiático, malayo-indonesios, que han saltado de isla en isla hacia el este, ocupando gran parte de las 25.000 islas dispersas que se encuentran en ese océano, que ocupa la tercera parte del globo terrestre. España exploró muchas de las islas y costas de esa inmensidad, un esfuerzo notable.

 

Salieron expediciones hacia la costa Norte de América, llegando hasta la actual Alaska. Lo mismo por el sur, los viajes a las islas de Salomón, las Australia del Espíritu Santo, hoy Nuevas Hébridas, el estrecho de Torres y Nueva Guinea, los Monjes y la Mesa (en discusión si se trata de las Hawái, pues la indefinición de su situación por el estado de la ciencia náutica de esos siglos deja abierta el honor de su descubrimiento a posteriores navegantes con mejores medios). Pero eso es otra historia del Pacífico.

 

Todo el mundo conocido hasta entonces por los habitantes de las islas de las Velas Latinas, o de Las Ladrones, se va a transformar cuando el galeón de 1.662, que navega hacia Filipinas llevando entre su pasaje un grupo de misioneros de la Compañía de Jesús, se acerque a sus costas. Con ellos va el reverendo Padre Diego Luis de Sanvitores, un burgalés, que al ver a los nativos acercarse en sus barcas siente la señal de estar llamado a evangelizar a los más pobres: …evangelizare pauperibus misi te.

 

La llamada le resuena en su corazón. Y desde ese momento los habitantes de aquellas islas lejanas van a entrar a ser parte de la historia de la humanidad, con sus grandezas y miserias, sus alegrías y penas. Así es la historia y así ocurrió.

 

 

 

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