El protagonista Joseph Quiroga fue en
la vida real uno de esos hombres irrepetibles, que con un profundo
sentido de servicio a la Corona y a la causa de Dios, salió desde su
Galicia natal para acabar sus día en las islas Marianas en la actual
Micronesia.
A pesar de haber dejado su vida en el
empeño, es recordado injustamente como un oficial cruel y
exterminador de nativos. Una absurda leyenda negra, llena de
prejuicios hacia la grandeza el honor y la fe de aquellos españoles
que nos precedieron. La verdadera historia descubre unos hechos muy
distintos a los hasta ahora aceptados, y que podremos descubrir a lo
largo de este apasionante trabajo.
Introito de Las islas
Lejanas
Los cosmógrafos lo llamaron “el error
fecundo de Colón”, esa fue la clave de todo. Cristóbal Colón, que no
era un navegante sino un cartógrafo, estudió el mapa de Toscanelli,
calculó qué distancia había para llegar a las Indias, sopesó el
riesgo y consiguió financiación para su idea. Él, que era un “don
nadie”, hijo de un colchonero genovés, se lanzó al océano con una
nao, dos carabelas, noventa hombres y cartas de presentación de sus
reyes para los emperadores de Cathay y Cypango. Fue el primero en la
historia que se atrevió a navegar hacia el Oeste consciente de que
perdería de vista la costa durante muchos días. Tardó más de lo
previsto en recorrer la distancia estimada hasta las supuestas
Indias.
Hizo algunas trampas, o quizás fuesen
equivocaciones, en su derrota por el Atlántico, pero supo volver
para contarle a su inestimable mecenas, la reina Isabel de Castilla,
que había descubierto nuevas tierras tal como él le había
anticipado. Este saber retornar convierte a Colón en el gran
descubridor, y también en el gran meteorólogo que aprovechó los
vientos alisios para ir al Nuevo Mundo y supo hacer el tornaviaje al
Viejo Mundo con las corrientes del Golfo y los vientos del Oeste,
abriendo una página gloriosa en la historia del hombre.
La suerte de Colón
¿Sabía cómo volver, o quizás
Cristoforo Colombo, el portador de Cristo, encontró por casualidad
los vientos propicios para su misión sagrada? ¿Se consideraba a sí
mismo como el hombre elegido por Dios para hacer tal descubrimiento?
Con este sentimiento partió del puerto de Palos el tres de agosto de
1.492.
Lo que nunca supo Colón tras aquellos
viajes que hizo a la nueva Tierra Firme que descubrió, es que
aquello no eran las Indias que él había salido a buscar. Tal era su
desconcierto en aquel “Mundus Novus”, donde situó el Paraíso
Terrenal, elaborando sus especulaciones místicas ante lo que le
superaba. Imaginó teorías que calmaban la sed de conocimiento de
este hombre renacentista, a caballo entre el mito, la ciencia, la
razón y la fe.
En verdad Cristóbal Colón fue un
descubridor con mucha suerte. Si no llega a encontrarse con el
continente americano a los treinta y seis días de salir de Canarias,
con toda seguridad, hubiera fracasado y muerto. Porque realmente
para llegar al país de la China le quedaba por atravesar un enorme
Océano que ocupa la tercera parte de la tierra. Su fecundo error
abrió al rey de España la posesión de un enorme territorio y una
cantidad ingente de súbditos en las Indias Occidentales.
El mar del Sur
América cortaba el paso a la India
verdadera, numerosas expediciones trataron de descubrir el paso al
otro mar que llevara a las Indias Orientales. Confirmó la existencia
de ese océano el extremeño Vasco Núñez de Balboa, que atravesó la
costa del golfo del Darién y vio que hacia el sur se extendía una
inmensa porción de agua. Se metió hasta la cintura en ese mar e hizo
un gesto que tuvo consecuencias muy importantes para el curso de la
Historia en los siglos siguientes. Desenvainó su espada y, con un
crucifijo en la otra mano, gritó: En el nombre de Dios y del rey
de España tomo posesión de este océano. Los cronistas que iban
en su expedición dieron fe de ello y lo llamaron Mar del Sur. Era el
veinticinco de septiembre de 1.513.
En ese tiempo, casi simultáneamente,
otros peninsulares ibéricos, los portugueses, estaban llegando al
otro extremo de ese enorme mar. Habían rodeado África para alcanzar
las islas de las especias y comerciar con Oriente. Vasco de Gama
llegó a Calicut, en la India, en mayo de 1498. Lisboa se convirtió
en la principal abastecedora de especias de Europa, el gran negocio.
La enorme aventura de
Magallanes
A un tal Hernando de Magallanes,
capitán portugués que ha estado por aquellas tierras de Asia, ese
camino hasta Oriente dando la vuelta por el cabo de Buena Esperanza
y atravesando el Océano Índico le parece largo, siete meses si todo
va bien. Así que vuelve a la península y se propone organizar una
expedición hasta el Maluco, sorteando la barrera de tierra que es
América.
Se lo propone al rey Carlos I de
España, porque así había quedado acordado tras el Tratado de
Tordesillas y en conformidad con las bulas del papa Alejandro VI,
que dicen: "Los baxeles del rey de Portugal navegasen hacia
Levante y los del rey de España lo hiciesen hacia Poniente…"
Además, había que darse prisa, porque ante la imposibilidad técnica
de definir el antimeridiano de la línea fijada en Tordesillas se
había quedado en la ambigüedad de "…en el otro extremo de
Oriente, las tierras descubiertas serán posesión del primero que
llegase, siempre que no hubieran sido poseídas por el otro".
Bajo estas premisas Hernando de
Magallanes sale de Sevilla el día veinte de septiembre del año
1.519, con cinco naos y doscientos cuarenta y tres hombres en busca
de la ruta hacia las indias orientales por el oeste. Era uno de esos
avezados capitanes y marinos, con una voluntad e intuición
extraordinaria. Como portugués, era sospechoso a los ojos de los
españoles; que le hubieran dado el mando de la expedición suscitó la
envidia de muchos. Por tal razón tuvo motines, deserciones y toda
clase de calamidades. Las venció todas con astucia, inteligencia y
valor. Incluso venció uno de los pasos marítimos más difíciles de
cruzar de todo el mundo, que en su memoria hoy lo identificamos con
su nombre, el Estrecho de Magallanes.
El enorme Océano Pacífico
Con las tres naos que le quedaron,
arrumbó para ir al noroeste, donde estimaba estarían sus preciadas
Islas de las Especias. Aquel mar resultó más grande de lo esperado.
Lo pasaron muy mal, la gente moría y el italiano Antonio Pigafetta,
un simple soldado meritorio de la expedición, escribió en su diario:
"Algunos hubieron de contentarse con comer serrín, otros comíamos
los cueros de las velas puestos a remojo, y el precio de una rata a
muchos ducados se pagaba".
En estas circunstancias tardó tres
meses y diez días en avistar unas islas. En la más grande de ellas
decidió echar los ferros para descansar, hacer aguada, leña y
víveres frescos. Al acercarse a la costa se aproximaron cientos de
embarcaciones, praos con velas triangulares hechas de tejidos de
palma, gobernadas por indios desnudos que los recibían muy
contentos. Era el cinco de marzo de 1.521, el día del encuentro de
los pueblos europeos con los pueblos de la Oceanía.
Guam; Las islas lejanas
Los nativos dijeron que aquella tierra
se llamaba Guaham y que más al norte estaban las de Gani. Pero
Magallanes las bautizó como las Islas de las Velas Latinas. Hermoso
nombre para un lugar paradisíaco, donde los naturales no mostraron
ningún miedo ante estos famélicos y enfermos barbudos, antes bien,
estaban deseosos de comerciar e intercambiar sus frutos tropicales
por trozos de hierro y clavos, que parecían conocer y que deseaban
de manera especial por carecer de ellos. Tuvo que mantenerlos a
raya, invadían el barco en cuanto los depauperados tripulantes se
despistaban.
Magallanes en seguida percibió que
aquellas preciosas islas no era lo que él buscaba: El Maluco o Las
Islas de las Especias. Así que recuperada su gente y cargado el
barco de refrescos, decidió seguir su viaje pocos días después.
Antes de partir algunos nativos robaron el esquife acoderado por la
popa de la capitana. Esta embarcación le resultaba imprescindible
para su cometido de explorar, maniobrar, barquear agua o víveres,
así que indignado saltó a tierra con varios hombres, encontró el
bote, tuvo un enfrentamiento con los ladrones, incendió la aldea y
mató a siete de ellos. Tras este penoso encuentro abandonaron las
islas. También descubrieron que los nativos isleños no eran trigo
limpio, pues en las cestas con frutos, intercambiados por cuentas,
cascabeles y clavos, estaban rellenas tramposamente con piedras y
arena. A los exploradores no les pareció bien aquello, por eso a
estas islas desde ahora se las iban a conocer como las Islas de los
Ladrones.
El encuentro con las
Filipinas
Magallanes siguió al oeste hasta
encontrar otras ínsulas dos semanas después. Su esclavo Enrique, un
malayo al que llevaba de intérprete, le avisó de lo que él ya había
percibido: estamos en las indias Orientales. Se trataba de un
archipiélago de grandes y pequeñas islas. Como era costumbre las
bautizaron con el nombre de Islas de San Lázaro, por el santo del
día, o el archipiélago de Poniente y las tomaron como posesión del
rey de España. Estas fantásticas islas —las actuales Filipinas—
contaban con una organización social, en unas había indios desnudos
y en otras reyes y reyezuelos vestidos de sedas con turbantes en la
cabeza, muchos de ellos mahometanos, y mantenían un intenso comercio
con otros reyes lejanos de India, China, Siam, Borneo y Japón. Desde
hacía poco habían oído hablar por la zona de unos hombres blancos
llegados de muy lejos, hombres bravos pero muy peligrosos, llamados
portugueses.
Estos castellanos trabaron alianzas,
bautizaron a algún régulo de aquellos y lo tomaron como súbdito del
rey de España. Ahora solo había que buscar las cercanas islas de las
especias, las famosas Tindore y Ternate, comprar pimienta, clavo,
canela o lo que hubiera, y regresar con la buena noticia de haber
llegado a Oriente por el oeste. En una de aquellas islas,
Magallanes, por algunas traiciones y llevado por su fuerte genio y
un exceso de confianza, habría de encontrar la muerte en un
enfrentamiento contra los naturales. Los expedicionarios tuvieron
que nombrar varios jefes sucesivos, sufrir una dolosa matanza y
salir de las islas de San Lázaro. La flota quedó mermada a dos naos:
la Trinidad y la Victoria. Con sus buenas gestiones
lograron especias y la amistad del rajá de la islita de Tindore,
llamado Almanzor, indudablemente un nombre que les sonaba mucho a
los castellanos de la expedición, el cual, después de jurar
fidelidad al emperador Carlos, les dejó hacer un pequeño fuerte y un
almacén para guardar las especias que fueran adquiriendo. Cumplida
la misión había que retornar, y dejaron en Tindore cinco hombres
para mantener la bandera del rey de Castilla en aquellas tierras.
La primera vuelta al mundo
por Juan Sebastián Elcano
El jefe de la expedición en ese
momento era Gonzalo Gómez de Espinosa al mando de la carcomida
Trinidad, un maestre llamado Juan Sebastián Elcano comandaba la nao Victoria.
Condicionados por las circunstancias, se tomó la decisión: la
Trinidad volvería sobre su estela, es decir navegaría hacia el
este para llegar a las costas de las Indias Occidentales. Lo intentó
con tesón varias veces, pero aquel inmenso mar al que Magallanes le
había llamado el Pacífico lo devolvió a su punto de partida con solo
diecisiete hombres enfermos. No se dejaba atravesar en sentido del
Levante. En Tindore los portugueses, que habían tomado la isla y el
pequeño fuerte, los hicieron prisioneros; cinco años más tarde
devolvieron a Lisboa a tres supervivientes, después de pasar muchas
penalidades encarcelados. Gómez de Espinosa escribió: "Fui
injuriado peor que si en las mazmorras de los moros de Oran
estuviera". Su esfuerzo sirvió para saber más de aquel mar y de
los innumerables grupos de islas pequeñas que había por la zona.
Pero todos los documentos, mapas y diarios se los quedaron los
portugueses.
Por su parte, Elcano partió de Tindore
con la nao Victoria y sesenta hombres. Le tocó seguir la ruta
reservada a los portugueses doblando la punta de África, pasó muchas
desventuras por el hambre, los temporales y los lusos, pero al fin
pudo llegar con dieciocho hombres a Sanlúcar de Barrameda el seis de
septiembre de 1.522. Eran los primeros hombres en dar la vuelta al
mundo. “Primus circundendistime”, el primero que me rodeaste,
rezaría desde entonces en el escudo de Juan Sebastián de Elcano.
El Pacífico se había tragado en esta
primera expedición más de doscientos hombres y cuatro barcos. Sin
contar el inestimable precio de la vida humana, el resultado
económico de estos tres años de expedición tuvo un saldo muy
positivo tras la venta de especias que había logrado traer la
Victoria, así que el emperador Carlos organizó otra expedición que
siguiera los pasos de Magallanes para que auxiliase a los que allí
quedaron, trajera especias y, sobre todo, consolidase la presencia
de la corona española en las islas de Oriente.
La expedición de Fray García
Jofre de Loaysa
Salen de La Coruña, en junio de 1.525,
siete barcos y cuatrocientos cincuenta hombres bajo el mando de un
comendador de la orden de caballeros de San Juan de Jerusalén, Fray
García Jofre de Loaysa. De segundo jefe y piloto mayor va Juan
Sebastián Elcano. El Pacífico devora a la expedición, incluidos los
dos jefes, de tal manera que a las Molucas sólo llegará una nao,
Nuestra Señora de la Victoria. Han hecho una derrota parecida a
la de Magallanes, incluso han recogido a un desertor de la Trinidad
tras haber recalado en la isla de Guaham, en las Ladrones. Este
marinero, Gonzalo de Vigo, dará noticias de las islas: nombres,
situación, costumbres y detalles de la lengua de sus naturales. En
Tindore restablecen la alianza y se asientan de nuevo preparándose
para defenderse de los portugueses, el regreso es imposible dado el
estado de la nao.
Como a España no llegan noticias, o
las que llegan son malas a través de los portugueses, el emperador
Carlos ordena a Hernán Cortés, que acaba de terminar su conquista
del imperio de los aztecas y lo ha puesto a los pies de su rey con
el nombre de Nueva España, que organice una expedición desde las
costas del Pacífico y que traiga noticias de lo que está pasando por
Oriente. Se ha visto que el Estrecho de Magallanes es un embudo
triturador, atravesar el Pacífico de punta a punta un matahombres
inaceptable en la pérdida de vidas.
Papúa y Nueva Guinea
Meses después sale la primera
expedición americana con barcos construidos por Cortés, precisamente
el hombre que quemó los suyos para conquistar el imperio Azteca. Al
mando de la flota de tres buques va Álvaro de Saavedra. Sólo llega
un barco: la nao Florida, pero es una inyección de moral a
los resistentes de la expedición de Loaysa que soportan el acoso de
los portugueses dispuestos a echar a los castellanos de su bastión
de Oriente. Saavedra con la Florida trata de volver a Nueva
España pero fracasa en las dos intentonas, después de haber
descubierto nuevos grupos de islas por el Sur. Otra segunda
expedición de apoyo desde Nueva España, la de Hernando de Grijalva,
nunca llegó a la Especiería, fracasa entre motines y capturados por
los papúes de Nueva Guinea, los tres sobrevivientes tienen el
limitado honor de ser los primeros europeos que ponen el pie en esa
isla. Los de Tindore aguantan apoyados por los nativos hasta que
llega la noticia de la metrópoli: el emperador Carlos ha renunciado
a sus derechos sobre el Maluco a favor de Portugal a cambio de un
dinero que necesita para sus guerras con Francia.
Pero el bocado de Oriente es gordo y
España no está dispuesta a renunciar, tras unos años de espera se
decide otra expedición. Esta vez al mando Ruy López de Villalobos,
con seis buques. La jornada fracasó en las Islas de Poniente por la
presión de los portugueses y de los nativos. Bautizó aquellas islas
con el nombre de Filipinas en honor de su rey. Cuando intentan
regresar a Nueva España los vientos contrarios se lo impiden. El
Pacífico no se deja atravesar hacia el Este. Los restos de la
expedición acaban en las Molucas, siendo hechos prisioneros por los
hermanos portugueses. Villalobos muere en la cárcel de la isla de
Amboina. Lo atiende en su enfermedad un jesuita navarro que está de
misionero por las Indias bajo la protección del rey de Portugal en
espera de poder entrar en Japón o en la China, ese sacerdote se
llamaba Francisco de Javier.
Legazpi toma posesión de
Guam
Se organiza otra expedición, esta vez
es elegido un jefe mucho más capaz: Miguel López de Legazpi. Las
instrucciones de esta nueva entrada al Pacífico son tomar posesión
de una tierra, fundar una colonia estable y encontrar una ruta de
regreso. Para esto último hay una persona indicada: un fraile
agustino llamado Andrés de Urdaneta, antiguo miembro de la triste
expedición de Loaysa, cuarenta años atrás. Este viejo marinero
cuenta entre sus experiencias haber estado casi once años en las
islas del Maluco y de Poniente, defendiendo el bastión español. El
nuevo monarca, Felipe II, el rey prudente, le escribe personalmente:
"Os pido acudáis a la expedición del virrey Velasco para
descubrir las islas de Poniente y las de Maluco, porque entendéis de
la cosas de aquellas tierras como entendéis bien de la navegación
como buen cosmógrafo que sois…"
La expedición llega a la isla de
Guaham, en el archipiélago de las Ladrones, con sus cinco barcos y
trescientos cincuenta hombres incluidos los colonos. Legazpi hace
algo que sus antecesores olvidaron hacer: en la bahía de Umatag, al
Sur de la isla, toma formalmente posesión de ellas en nombre del rey
de España. Era el día veintidós de enero de 1.565, han pasado
cuarenta y cuatro años desde que llegara la expedición de
Magallanes. Dos semanas más tarde sigue de largo su viaje, aquellas
islas son de poco interés, excepto por el agua y las provisiones
frescas que pueden proporcionar a los navíos procedentes de Nueva
España en su ruta hacia el oeste.
Filipinas; Nueva Castilla
En las islas de San Lázaro o de
Poniente hace otro tanto a medida que va tomando posesión de Samar,
Leyte, Bohol, Cebú y otras. En unas domina a los reyezuelos locales,
en otras hace alianza con ellos, hasta que funda la primera ciudad
española en el Extremo Oriente, la Villa de San Miguel de Cebú,
donde asienta la capital del nuevo territorio, la Nueva Castilla.
Vence y domina las rebeliones de nativos, el acoso de los
portugueses que pretenden echarlo, rechaza los ataques de verdaderas
flotas de piratas chinos y japoneses, apaga los motines de algunos
caballeros que lo acompañan a los que juzga y ahorca. Un día le
hablan de un rico enclave comercial llamado Maynilad en manos de
rajás mahometanos en la gran isla de Luzón, con una bahía
estratégicamente situada para el comercio con el continente y el
resto de las islas. Sin dudarlo se dirige a tomarlo por la fuerza.
Hechas las paces con los jefes locales funda la doble ciudad de
Manila: la intramuros, una ciudadela al estilo castellano, donde
vivirán los españoles, y la extramuros, donde se asienta la
población indígena y la numerosísima colonia de chinos comerciantes:
los sangleses.
El fraile Urdaneta descubre
la manera de regresar
Pero hay otro acontecimiento
importante en esta expedición; la clave para establecer la ruta
comercial que conecte la Nueva España con Oriente. Legazpi, el
Adelantado, gobernador y capitán general de las islas Filipinas,
envía a su nieto Felipe Salcedo con noticias de la conquista. De
piloto en la nao San Pedro va Urdaneta. Es hombre de espíritu
investigador, en sus años de guerra contra los portugueses por las
islas de la especiería ha observado el régimen de vientos y
corrientes de la zona y tiene conocimientos de los anteriores
tornaviajes fracasados. Parten el uno de junio aprovechando el
monzón de verano, con sus vientos de componente oeste y sur; navega
hacia el noroeste abriéndose de las Islas del Japón, empujado por
las corrientes de Kuro-Shivo; en las latitudes de cuarenta grados
aproa al este para aprovechar los vientos de poniente; arribando a
la costa americana. Cuando aprecia las llamadas “marcas”, que por el
color del agua y otros detalles le indican que la costa no queda ya
lejos, deriva al sudeste con la corriente de California, para
alcanzar el puerto de Acapulco en la Nueva España. Ha tardado cuatro
meses y ocho días en ese periplo, pero ha quedado abierto el
tornaviaje, desde ahora es posible cruzar el Pacífico. Poco después
comienza la ruta marítima más larga de la historia y que duró más
tiempo en servicio, doscientos cincuenta años: el Galeón de
Manila, también llamado Galeón de Acapulco o Nao de la
China, estaría en servicio ininterrumpido hasta la independencia
de México, en 1812.
Abierto el tráfico de un extremo al
otro del Pacífico, las islas Filipinas pasaron a depender del virrey
de Nueva España, con un gobernador y capitán general, y con
audiencia territorial de justicia. En el nuevo territorio pronto se
erigió una catedral con obispo al frente, dispuso de la primera
universidad de Oriente y las órdenes religiosas se instalaron con
sus conventos, seminarios y hospitales; les fueron asignadas
parroquias y zonas de misión para extender la fe católica en aquel
lejano territorio. Manila se convirtió en una gran ciudad occidental
en Oriente, un emporio comercial donde chinos, japoneses e
indochinos acudían con sus mercancías a comerciar. Y sobre todo se
erigió en la punta de lanza del catolicismo para evangelizar Asia.
El galeón de Manila
El galeón de Manila se
convirtió en el nexo de unión con la metrópoli. Hacia un viaje por
año, saliendo de Acapulco hacia mediados de marzo cargado con pesos
de a ocho reales, la moneda hecha con la plata de las minas de Perú
y México, y la apreciada cochinilla para los tintes. Además
trasportaba numeroso pasaje de soldados, funcionarios, clérigos y
frailes. Debía llegar a Filipinas a finales de junio, antes que
empezara el peligro de los tifones o apareciera el monzón de verano.
El viaje se hacía tomando los barcos la latitud de 14º Norte, una
derrota libre de bajíos y atolones, que hacen tan peligrosa la
navegación por esos mares, sobre todo cuando la capacidad de
situarse era tan deficiente como lo era en aquellos tiempos. Un
viaje tranquilo, un "Golfo de Damas", según decían los pasajeros,
empujado por los constantes alisios de Noroeste. Al cabo de tres
meses avistaban la primera isla de los Ladrones, la isla de Rota, y
horas después la de Guaham; se entraba por el paso de nueve leguas
que hay entrambas.
Los barcos no paraban, se limitaban a
pairear velas, es decir, disminuir la velocidad o ponerse al socaire
de Guaham, donde los indios acudían con sus pequeñas embarcaciones
llamadas praos, trayendo frutas, pescados, raíces y agua para
cambiarlos por abalorios, cuchillos, objetos de hierro o incluso
sombreros y prendas de vestir que les llamasen la atención. Eran
confiados en exceso, osados, fuertes y anchos, les gustaba hacer
bromas, magníficos nadadores y muy hábiles manejando sus praos con
vela latina, que causaban la admiración del pasaje y marineros.
Luego de efectuado este intercambio, el galeón cazaba el aparejo, y
siguiendo con los alisios se plantaba en el estrecho de San
Bernardino, en las Filipinas, en menos de quince días. Barloventear
entre las islas, barajando la costa Sur de Luzón entre las Visayas
para llegar a Manila dependía de varios factores, ese tránsito podía
durar hasta un mes. En total cuatro meses de viaje siguiendo una
derrota tranquila por latitudes tropicales, casi la misma que
exploró Magallanes.
La costa Oeste de Norte
América
El tornaviaje era tal como lo fijó el
fraile Urdaneta. En ese viaje, además de ser más largo, a veces
hasta siete meses, pocos escaparon de coger fuertes temporales en
las latitudes altas, donde además los fríos eran intensos. La última
parte, al bajar por las costas de California, se hacía muy penosa
por las enfermedades, el escorbuto, la carestía de alimentos y su
deterioro al aumentar las temperaturas. En algún momento voces
sensatas pidieron que se hiciese una recalada en alguno de las
magníficas bahías que hay en esa costa —donde se fundaran más tarde
las prósperas ciudades de San Francisco, Los Ángeles y otras—, pero
los intereses en Acapulco eran muy grandes.
El temor al aumento del contrabando y
los chanchullos con las mercancías o su desvío a otros puntos no
hicieron posible tal proyecto, que hubiera evitado muchas muertes:
las tres cuartas partes de los fallecidos en cada viaje solían
producirse en ese último mes y medio barajando esa costa. En este
tornaviaje el galeón volvía con los funcionarios relevados y sus
familias, junto con algunos clérigos que regresaban para dar
informes a sus superiores o por ser elevados a mayores cargos en su
orden. Sobre todo llegaban los exóticos productos de Oriente: la
seda, los tafetanes y rasos, los objetos de laca, biombos, las
cerámicas chinas, tallas de marfil, las especias. La mercancía era
cuidadosamente estibada en las bodegas, los chinos de Manila, los
sangleses, se convirtieron en unos expertos en el arte de
empaquetar. Los galeones de esa ruta eran los barcos más grandes
construidos hasta el momento, pero siempre retornaban sobrecargados
en peso. No solían llevar artillería y la guarnición de soldados era
mínima, ¿pues quién iba a atacar si aquel océano era el Lago
Español?
Francis Drake; El hereje
El primero que rompió el interdicto de
penetrar en aquel mar prohibido no podía tratarse de otro que de un
hereje al que no le importaban las condenas papales de excomunión
por entrar en aquellos espacios reservados por bula al rey de
España. Fue Francis Drake quien hizo la primera incursión pirática:
entró en los puertos que quiso, robó impunemente y hasta celebró
fiestas en las iglesias que asaltó. La confianza y superioridad de
los españoles en aquella parte del mundo era tan notoria que no
estaban ni previstas las defensas. A partir de este hecho se empezó
a pensar que podía haber muchos agujeros por donde colarse los
intrusos y hacer las que hizo sir Francis. Pero realmente los
husmeadores lo tenían difícil: un enorme mar desconocido, sin
cartografía, sin apoyo en costas o islas. Había que ser valiente
para hacer lo que Drake hizo. Pero el resultado no le fue mal, con
el dinero que sacó de su año y pico de correrías por el Pacífico,
fundó la Compañía Inglesa de las Indias, germen del imperio
comercial y político de la Gran Bretaña. Más adelante entraron otros
piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses. Entonces se
dieron las alarmas, se armaron los barcos, incluso a algunos hubo
que abrirles las portas para la artillería, pues normalmente no
llevaban. En doscientos cincuenta años de la ruta del Galeón de
Manila solo hay constancia de dos ataques con pérdida de buques.
Otra cosa fueron los naufragios,
especialmente en el tornaviaje, pues los galeones habían de salir de
Manila en época de tifones, y aunque se alejaban de la zona tropical
donde se dan estos fenómenos atmosféricos, si algún buque tenía la
mala suerte de ser sorprendido era difícil salvarse. Varios galeones
acabaron perdidos en las costas japonesas, siendo especialmente
reseñable la pérdida del galeón San Felipe y el asalto
posterior ordenado por el Daimyo local, y los incidentes que
siguieron, lo que motivó la crucifixión de los veintiséis mártires
de Nagasaki el cinco de febrero de 1597, entre ellos seis
franciscanos españoles. Este hecho agravó el enfrentamiento entre
las órdenes religiosas. Las cosas estaban así de tensas por aquellos
pagos, y junto a los gestos más nobles de martirio y vocación
evangélica se dieron graves escándalos. Hechos que a Roma o a los
superiores les costaba entender y apaciguar. Las susceptibilidades
estaban a flor de piel, incluidas fuertes pugnas con autoridades
civiles y militares.
La posta de Filipinas
Costaba entender qué pasaba por
Filipinas, porque una comunicación con Madrid tardaba una media de
dos años como mínimo. Una carta debía atravesar el Pacífico desde
Manila a Acapulco, en Nueva España, de aquí pasaba a lomo de mula
vía Ciudad de Méjico hasta el puerto de Veracruz, en el Golfo de
Méjico, esperar la partida de la Flota de Indias, que paraba en Cuba
antes de atravesar el Atlántico, arribaba en Sevilla y de ahí a
Madrid. La contestación hacía el camino inverso.
Las islas de los Ladrones, situadas en
la ruta de ida del galeón, no fueron colonizadas hasta casi siglo y
medio después de ser descubiertas. La razón: no interesaba
mantenerlas por el coste que ello representaba, requería proveerlas
de todo, incluida la alimentación. La población nativa tenía un
régimen de vida de subsistencia basado en la pesca y marisqueo, la
recolección de frutos y raíces, con un mínimo de siembra de arroz u
otro grano y algunas gallinas y cerdos semisalvajes, suficiente para
haber mantenido durante siglos un nivel demográfico sostenible. La
presencia de población extraña —los colonizadores occidentales—
causaba un desequilibrio peligroso en la relación población y
alimentos, los naturales no están acostumbrados al trabajo ni a
obtener excedentes. Las islas carecían de cualquier interés
económico, ni oro ni plata ni otro mineral útil. Así que la
recomendación del gobernador de Filipinas siempre fue no ocuparlas
por la carga que ello representaría para la propia colonia filipina,
ya de por sí escasa de europeos.
España despoblada
Pero ese era un problema común de toda
la colonización en América. España era un país con una población muy
menguada: en el siglo XVII podemos hablar de doce millones de
personas como máximo. América, Oceanía y Filipinas es muy grande:
fundar pueblos y ciudades, administrarlas, protegerlas y establecer
las comunicaciones requiere un gran esfuerzo humano. Cuando Cortés
hubo conquistado el Imperio Mexica y Pizarro el
Tahuantinsuyo, empezaron sus émulos a expandirse por el resto de
América del Norte, del Sur y Central: la cosa no daba para más.
Entonces aparecen las Filipinas, algo goloso por la posibilidad del
comercio de especias y de Oriente. Con la Oceanía, y la posibilidad
de miles de islas por ocupar, se disparan los deseos de habitar
ínsulas doradas, y aparece el sueño de otra gran tierra por
descubrir: el continente austral.
Los virreyes son presionados por los
aventureros y los exploradores a organizar expediciones para
descubrir nuevas tierras y nuevas rutas marítimas. El problema
inminente del virrey era cómo ocupar, explotar y mantener las
tierras que ya tenía conquistadas. Pero el ansia de descubrir El
Dorado, las islas Rica de Oro y Rica de Plata, la ciudad de Cibola,
y tantos otros sueños no cesan, pese a los rotundos fracasos en los
que han terminado algunas de estas expediciones colonizadoras.
Nombres como Álvaro de Mendaña y su mujer, doña Isabel Barreto, o
Pedro Fernández de Quirós son ejemplos de estos intentos fallidos.
Los virreyes y gobernadores eran cautos con estos proyectos, se ha
dicho que autorizaban las entradas o jornadas, que así llamaban a
las salidas de descubrimiento y conquista, cuando el número de
aventureros ociosos, perdonavidas arruinados, matones en las
tabernas y soldados sin oficio excedía lo controlable para el buen
orden de un territorio. Entonces les daba vía libre en busca de
fortuna y gloria, y allá ellos si se peleaban y mataban lejos en una
isla perdida o en lo más profundo de la selva. Así aparecían los
Aguirre y el Amazonas, las exploraciones equinocciales y la cólera
de Dios.
Escala en las islas de Guahm
Las islas de los Ladrones o de las
Velas Latinas no eran ajenas a esta política de ocupación y
poblamiento. Pero la cuestión que origina nuestra historia es que
estas islas eran demasiado visibles para todos los que iban camino
de Filipinas desde Nueva España. Cuando el galeón se detenía por
unas horas para hacer los cambalaches de víveres frescos, acudían
los naturales desnudos por completo. Su estado salvaje impresionaba
a los pasajeros, especialmente a los religiosos que se
escandalizaban de ver aquella gente sin que nadie les atendiera, ni
les llevara la verdadera fe y el bautismo para salvar sus almas
irremediablemente condenadas a la perdición. Ellos que iban a
misiones en Filipinas y Asia veían una cantera de fieles futuros,
listos para arrancarlos de las manos del demonio, que los tenía
sumidos en la ignorancia y la más profunda oscuridad.
Hubo casos de almas sensibles, como el
franciscano Fray Juan Pobre de Zamora, que destinado a la misión de
Filipinas, saltó del galeón a la canoa de un nativo y se quedó a
vivir en la isla hasta que el galeón del año siguiente lo rescató.
Este fraile, que acabaría cruzando el Pacífico tres veces, fue
escribiendo durante todos esos años un cuaderno con la crónica de
los sucesos. Él escribe la primera historia vivida en directo de los
nativos de Guaham y lo que allí pudo ver durante su permanencia.
Observó con sus ojos de “buenismo” franciscano cómo era un pueblo
valiente, de almas sencillas y de bondad natural. Con sus
tradiciones ancestrales vivían en un estado cercano al paraíso:
individuos sanos y hermosos, con pocas enfermedades, a los que la
naturaleza les ofrecía lo suficiente para vivir de la tierra y del
mar; eran generosos, nada avaros y sin los vicios de los cristianos
europeos.
Evangelización española
Estos religiosos tenían una visión
angélica de los indios nativos, pensaban que el hombre es de
naturaleza bueno y es la sociedad quien lo pervierte. Eran unos
adelantados al pensamiento de su época, misioneros idealistas
imbuidos en su concepción del “buen salvaje”, de tal manera que para
justificar los crímenes y actos de crueldad de los indios, lo
achacaban a su naturaleza sencilla, que no distingue el bien del mal
como tampoco un león lo diferencia. En el fondo de todo ese
pensamiento estaba el sustrato del racismo eurocéntrico: los hombres
blancos civilizados, aunque cometían crímenes horribles, eran
poseedores de un alma superior, pero había otros cuya alma había que
salvar, por tanto era fundamental que previamente fuesen bautizados
para acceder a ese estatus de verdadero hijos de Dios y entrar en la
categoría de seres civilizados. Por eso se podía tener esclavos de
otro color, las dudas empezaron cuando a alguno de aquellos morenos
o amarillos fueron catequizados y sumergidos en las aguas de la pila
bautismal y entonces pasaban a ser hermanos en la fe.
Ese fue el caso en las islas de los
Ladrones. Fray Juan Pobre convivió y describió cómo vivía un pueblo
que hoy nosotros llamaríamos, según la denominación de Oswald
Spengler, “pueblo fellah”, pueblo al margen de la historia. Los
españoles los encuentran viviendo en la edad de piedra ocupando
quince islas, donde podrían haber permanecido en ese estado varios
siglos más. En sus creencias pensaban que eran los únicos hombres
que había en el mundo, y en cierta forma tenían razón: la tierra más
cercana, Filipinas, está a dos mil kilómetros, una distancia
insalvable para ellos. Pero el caso es que sus antepasados habían
llegado hasta allí, con semillas, gallinas y cerdos, y llevaban
viviendo en ese estado desde hacía unos 3.500 años. Sus raíces
étnicas se pierden como en todas las demás islas de la Oceanía:
pueblos del sudeste asiático, malayo-indonesios, que han saltado de
isla en isla hacia el este, ocupando gran parte de las 25.000 islas
dispersas que se encuentran en ese océano, que ocupa la tercera
parte del globo terrestre. España exploró muchas de las islas y
costas de esa inmensidad, un esfuerzo notable.
Salieron expediciones hacia la costa
Norte de América, llegando hasta la actual Alaska. Lo mismo por el
sur, los viajes a las islas de Salomón, las Australia del Espíritu
Santo, hoy Nuevas Hébridas, el estrecho de Torres y Nueva Guinea,
los Monjes y la Mesa (en discusión si se trata de las Hawái, pues la
indefinición de su situación por el estado de la ciencia náutica de
esos siglos deja abierta el honor de su descubrimiento a posteriores
navegantes con mejores medios). Pero eso es otra historia del
Pacífico.
Todo el mundo conocido hasta entonces
por los habitantes de las islas de las Velas Latinas, o de Las
Ladrones, se va a transformar cuando el galeón de 1.662, que navega
hacia Filipinas llevando entre su pasaje un grupo de misioneros de
la Compañía de Jesús, se acerque a sus costas. Con ellos va el
reverendo Padre Diego Luis de Sanvitores, un burgalés, que al ver a
los nativos acercarse en sus barcas siente la señal de estar llamado
a evangelizar a los más pobres: …evangelizare pauperibus misi te.
La llamada le resuena en su corazón. Y
desde ese momento los habitantes de aquellas islas lejanas van a
entrar a ser parte de la historia de la humanidad, con sus grandezas
y miserias, sus alegrías y penas. Así es la historia y así ocurrió.
Artículos relacionados:
-
Micronesia española
-
Fernando de Magallanes; el viaje que cambió el
mundo
-
Navegar y bucear en
Palau - Micronesia
-
El descubrimiento de Oceanía