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Navegar de guardia

 

Navegar por la noche obliga a navegar de guardia, y en definitiva a ser el último responsable de la seguridad de todo y de todos. Muchas veces tendremos que pelearnos contra el sueño, el frío, la incomodidad de un asiento en el que es imposible encontrar nuestra postura y aceptar, porqué no, el sabor amargo de un café frío. Es el precio que hay que pagar por la responsabilidad de ser el ángel guardián del resto de la tripulación.

Una voz, siempre incómoda, te saca del sueño avisándote de tu turno de guardia. No hay escapatoria, y hay que vestirse sin más demora y subir a cubierta. Medio sonámbulo y aletargado te vistes con toda la ropa de abrigo que encuentras a tu alrededor y te preparas para subir al timón, todavía con el cuerpo entumecido.  Arriba te encuentras con el compañero callado y atento, la vista en el horizonte. Enseguida te pone al corriente avisando si hay algún barco navegando por la zona, el rumbo y velocidad que hacemos y última referencia marcada en la carta. Todo está listo para relevar la guardia. La sombra del compañero se pierde escaleras abajo y te quedas solo en la bañera.

Juegas ligeramente con la escota de mayor y ajustas ligeramente el winch de la vela de proa. Miras arriba para ver si la vela pinta bien y aprovechas para verificar que las luces de tope, proa y popa funcionan. Todo correcto. Todos confían en mi guardia. La gran responsabilidad te termina de despejar totalmente y empiezas a disfrutar con la quietud y paz que ofrece este turno de 2 ó 3 horas de navegación silenciosa.

La rosa del compás oscila rodeada por su halo rojizo, danzando de lado a lado dentro de su esfera, acompañada por los dígitos que indican la velocidad del barco y los datos que entregan los instrumentos de viento. En el salón, la luz roja de la mesa de cartas sugiere un ambiente de complicidad y recogimiento. Todo está bien.

Las noches de luna llena vemos con gran detalle todo a nuestro alrededor, observando cada una de las olas y sus pequeños borregos. Sin ella, el espectáculo es igualmente majestuoso ya que podremos disfrutar del cielo más negro y plagado de estrellas que jamás hayamos contemplado. En la mar no hay contaminación lumínica y por ello el firmamento se nos muestra vibrante y más infinito que nunca.

En la oscuridad debemos “adivinar” las olas a las que nos acostumbramos gracias al ritmo acompasado con que se enfrentan a nuestra proa. Navegar por la noche en alta mar es casi un ejercicio de meditación que podrá ofrecernos experiencias únicas y profundas. Pero con navegación costera las cosas cambian y la atención pertenece íntegramente al continuo desfile de luces que debemos aprender a interpretar para verificar con exactitud nuestra posición. Es sorprendente la cantidad de luces sin aparente significado que pueden verse de noche en las cercanías de cualquier costa. Boyas, redes de pesca, plataformas, bajíos señalados, canales y un sin fin de marcas que cuesta mucho interpretar y cuyo significado sólo descubriremos al consultar la carta o tras un intenso ejercicio de imaginación. Los faros y sus rítmicos destellos nos confirman la posición que ya conocemos con exactitud por el chart-plotter.

Todavía es de noche pero algo de claridad aparece por el este, anticipando el alba inminente. En el frescor de la madrugada, el cielo y el mar permanecen fundidos en el horizonte, pero en pocos minutos los tonos anaranjados hacen su aparición luchando contra el gris azulado de la noche que muere. Poco después aparecen repentinamente los primeros rayos del amanecer, deslumbrando en las olas y ofreciendo un rielar de oro puro con cada cresta. Una cabeza adormecida asoma desde las profundidades del salón. Mi guardia ha finalizado.

 

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